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viernes, 4 de junio de 2010

LA SAGRADA ESCLAVITUD A NUESTRA SEÑORA

 "Cuanto más un alma esté consagrada a María, tanto más lo estará a Jesucristo", nos recuerda San Luis de Montfort

El culmen de nuestra perfección consiste en hacernos conformes a Jesucristo, unidos consagrados a él. Por consiguiente, la mejor devoción es sin duda la que de un modo perfecto nos hace conformes a Jesucristo y nos une y consagra a él. Si tenemos en cuenta que María es, entre todas las criaturas, la más plenamente conforme a su Hijo, está claro que, entre todas las devociones, la que mejor consagra y hace conforme el alma a nuestro Señor es la devoción a la Santísima Virgen, y cuanto más un alma esté consagrada a María, tanto más lo estará a Jesucristo.

Por tanto, la consagración perfecta a Jesucristo no es otra cosa que la total y plena consagración de sí mismo a la Santísima Virgen; ésta es la devoción que yo enseño. Esta forma de devoción puede llamarse con toda razón la perfecta renovación de los votos o promesas del santo bautismo, ya que en ella el creyente se entrega todo a él a la Santísima Virgen, de manera que, por medio de María, pertenece totalmente a Cristo. De ello resulta que uno se consagra simultáneamente a la Santísima Virgen y a Jesucristo; a la Santísima Virgen, ya que ella es el camino más adecuado que el mismo Jesús escogió para empezar su unión con nosotros y la nuestra con él; a Jesús, el Señor, ya que él es nuestro fin último, a quien debemos todo lo que somos, puesto que es nuestro Redentor y nuestro Dios. Además, hay que considerar que toda persona, cuando recibe el bautismo, por su propia boca o por la de sus padrinos, renuncia solemnemente a Satanás y a sus tentaciones y obras, y escoge a Jesucristo como a su maestro y supremo Señor, sometiéndose a él como siervo, por amor. Esto mismo se realiza efectivamente en esta devoción: el cristiano renuncia al demonio, al mundo, al pecado y a sí mismo, y se entrega todo él a Jesucristo por manos de María. En el bautismo, uno, al menos explícitamente, no se entrega a Jesucristo por manos de María, ni entrega al Señor el  mérito de sus buenas obras.

También después del bautismo el cristiano es totalmente libre de aplicar este mérito a los demás o de retenerlo para sí. Pero en esta devoción el creyente se entrega a nuestro Señor explícitamente por manos de María y le consagra totalmente el valor de sus propias obras. 

Hasta aquí San Luis María en su obra Tratado de la verdadera devoción.

Hallamos una expresión muy reveladora en el Salmo 122: «Como los ojos de la esclava están mirando a la mano de su dueña, así nuestros ojos miran hacia el Señor nuestro Dios, hasta que él tenga piedad».

¡Cuántas veces habría María recitado este Salmo, verdadera plegaria al Señor! Y aquí se nos describe qué es una esclava. Es aquella mujer que está entregada totalmente a su dueña de tal suerte que no necesita que le diga ni una sola palabra. Basta que con la mano le haga una señal; sus ojos están pendientes de ella; está mirando atentamente a las manos de su dueña; un movimiento, un signo... y la esclavita dócil, sumisa, entregada... se lanza a ejecutar. No discute, no habla, no replica. Obedece. Es evidente que si alguna explicación es necesaria la hará; pero la voluntad de la esclava está puesta en la de su dueña o señora.

El hombre moderno replicará: «Esto no es de hombres, es de irracionales. El hombre ha de obrar responsablemente, conscientemente. No puede lanzarse a ciegas». Es cierto esto cuando se trata del hombre adulto. El niño pequeño ha de aprender a conocer las cosas, y por esto ha de obrar ciegamente haciendo lo que sus padres le van enseñando. Luego ya procederá con responsabilidad. Y cuando el hijo es mayor, reflexiona sobre las cosas que su padre experimentado -por ejemplo en el manejo de la empresa o negocio- le encomienda. Solamente cuando la experiencia o los estudios le enseñan que su padre no conoce todos los resortes más modernos, etc., se atreverá a hacerle observaciones y a discutirle sus métodos y aun sus órdenes.

Pero es evidente que esto no se puede hacer con Dios. Los hombres, por eminentes que sean y experimentados que estén, siempre pueden errar. La edad no tiene la exclusiva del éxito. De aquí que siempre se podrán razonablemente discutir los pareceres prácticos humanos. Pero este error, este desacierto, esta visión algo miope, no puede tener lugar en Dios. Esta es la causa por la que sin el más mínimo menoscabo de la dignidad y personalidad humana  podemos colocarnos delante de Dios con la misma postura de la esclava o del esclavo delante de sus dueños. Esta postura es la de la Virgen María. ¿Se atrevería ella a dudar de Dios? ¿Podría ella pensar que Dios le llevaría por un camino menos acertado o para ella imposible? No, jamás.

Hemos subrayado el podemos. Pero es que debemos colocarnos delante de Dios con la postura del esclavo. No tenemos derecho a dudar de Dios. Ni quiere ni puede engañarnos o equivocarse en el camino que nos conduzca a la seguridad espiritual. Hacerse esclavo de Dios es asegurarse la vida eterna. Ya aparece claro lo que es la esclavitud Mariana. Si es racionalísimo y muy conforme con la personalidad humana el someter nuestro juicio al de Dios y ponernos incondicionalmente en sus manos, porque de El no podemos temer nada, sino totalmente esperarlo todo, y todo lo que más nos sirva para nuestro bien; no será menos provechoso para nuestra vida espiritual hacernos plenamente Esclavos de María.

(Tomado de "El Secreto de María", por San Luis María Grignon de Montfort)

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Jorge Rondón Santos (Editor colaborador)